Abel
llevaba más de una hora atrapado en la autopista. El calor subía
del asfalto y se colaba en su coche, un viejo Ford con las
ventanillas a medio bajar, el aire acondicionado muerto desde hacía
meses.
Los
nudillos de su mano derecha tamborileaban sobre el volante, un ritmo
irregular que solo servía para desgastar aún más su paciencia.
La
radio, siempre sintonizada en Radiolé, apenas conseguía tapar el
coro de bocinazos y maldiciones del atasco. Abel la apagó de golpe.
No estaba para distracciones. La pelea era esa noche, y él seguía
atrapado en el tráfico como un imbécil.
Texto e imagen: Nitrofoska
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Giró
la cabeza hacia el asiento del copiloto. Ahí estaban los guantes,
medio rotos, el cuero gastado en los nudillos tras demasiados asaltos
en gimnasios mugrientos. Junto a los guantes, una botella de agua
caliente rodaba sobre el asiento. La agarró, le dio un trago y la
escupió por la ventanilla.
—Joder.
El
calor era asfixiante. Hasta el aire sabía mal.
Faltaban
unas horas para el combate. No era una pelea cualquiera: era su gran
oportunidad de salir del agujero.
Su
entrenador había insistido:
—Si
ganas este combate, Abel, vienen los contratos serios. Dinero de
verdad. Pero tienes que ir con todo. Este tipo no es cualquier matao.
Abel
lo sabía. Pedro «El Tarántula» era un cabrón peligroso, con fama
de mandar a sus rivales al hospital. Pero no tenía opción. Lo que
le iban a pagar esta noche apenas alcanzaría para tapar las deudas
con el casero y lo que debía en la esquina donde solía apostar,
pero le permitiría sacar la cabeza del hoyo.
El
sudor le resbalaba por la frente y le empapaba el cuello. Se pasó la
mano por el pelo corto, intentando despejarse. El tráfico seguía
inmóvil.
Dos
coches más adelante, un tipo con camisa de tirantes salió del coche
y empezó a gritarle a otro:
—¡Muévete,
hijo de puta! ¡Qué cojones estás haciendo ahí!
Abel
lo observó con indiferencia.
De
repente, sintió el teléfono vibrar en el bolsillo. Lo sacó rápido,
pensando que era su entrenador. No, era Susana. La pantalla mostraba
su foto, esa que él mismo le había tomado una noche, cuando ella
reía, despreocupada. Abel dudó un segundo antes de contestar.
—¿Qué
pasa, Susi? —dijo, seco.
—¿Dónde
estás? ¿No deberías estar ya en el gimnasio?
Su
tono era directo, casi cortante, pero con una pizca de preocupación.
—Tráfico.
Estoy atrapado. Ten calma.
—Pues
date prisa. No quiero otra excusa barata, Abel. Esta pelea tiene que
ser tuya.
—Lo
sé, joder. Lo sé.
Colgó
antes de que ella siguiera. No quería escuchar más sermones.
Suspiró
y se dejó caer contra el respaldo del asiento, mirando el cielo
opaco a través del parabrisas. Estaba acostumbrado a las broncas,
pero ese día todo pesaba el doble. El tráfico. La pelea. Susana. La
vida misma.
De un
volantazo, giró hacia el arcén, esquivando baches sin levantar el
pie del acelerador. Tenía que llegar. No podía permitirse otra
derrota, no esta vez. A medida que avanzaba, el aire caliente se
volvía aún más sofocante, como si el sol cayera directamente sobre
él, vigilándolo.
La
radio, que había vuelto a encender sin darse cuenta, anunció con su
voz metálica:
—Se
ha registrado otro accidente en el acceso sur. Dos carriles
bloqueados.
Abel
golpeó el botón para apagarla, maldiciendo entre dientes. La cabeza
le palpitaba, un tambor retumbando en su cráneo.
El
coche se detuvo en seco al llegar a un cruce. Un camión oxidado
bloqueaba la salida, ocupando todo el paso.
Bajó
la ventanilla y sacó la cabeza.
—¡Muévete,
cabrón!
El
conductor ni se inmutó. Seguía discutiendo con alguien en el
asiento del copiloto.
El
motor del camión tosió una nube de humo negro, y Abel sintió el
calor pegajoso en la garganta.
Miró
el reloj. Menos de treinta minutos para la pelea.
«No
puedo quedarme aquí», pensó.
Abrió
la puerta y salió del coche, dejando atrás botellas vacías y
guantes desgastados. Al pisar el suelo, el asfalto ardiente le quemó
las suelas. Golpeó con los nudillos la puerta del camión, pero
nadie respondió. La discusión seguía en el interior de la cabina
como si él no existiera.
Respiró
con dificultad. El rugido del tráfico se mezclaba en su cabeza con
las bocinas. Su pecho subía y bajaba rápido, como si estuviera en
el último asalto de un combate.
Al
final, dio un paso atrás.
Volvió
a su coche, abrió el maletero, sacó una mochila con lo esencial y
empezó a caminar.
Cada
paso era un golpe contra el suelo caliente. La camiseta se le pegaba
al cuerpo, el sudor le escocía en los ojos. Pero no se detuvo. Pasó
entre coches atascados y rostros indiferentes. Sentía la mirada
invisible de todos ellos, y también un vacío creciente en el pecho.
El
gimnasio estaba demasiado lejos. Lo sabía. Pero moverse le mantenía
cuerdo, aunque cada minuto que pasaba le arrebatara un pedazo de
esperanza.
Al
cruzar un puente peatonal quedó inmóvil, hipnotizado. Desde allí,
la autopista parecía un hormiguero hirviendo, una masa interminable
de coches atrapados.
Sacó
el teléfono de la mochila y vio una notificación de Susana. No la
abrió.
¿Qué
iba a decirle? ¿Que no iba a llegar? ¿Que otra vez la vida le había
pasado por encima?
Apoyó
los brazos en la barandilla y dejó caer la cabeza. Cerró los ojos,
intentando bloquear el ruido, el calor, la frustración.
Podía
sentir su propio pulso en las sienes, pesado y lento, como un reloj
sin prisa.
Abrió
los ojos y miró hacia abajo. El asfalto reflejaba el sol con un
brillo cegador.
Un
coche pasó lentamente por un camino lateral. Un niño pequeño asomó
la cabeza por la ventanilla. Lo señaló con una sonrisa inocente,
ajeno al caos de la autopista y a los demonios en la cabeza de Abel.
El
boxeador sonrió apenas, un gesto involuntario, y se apartó de la
barandilla.
La
vida en el barrio siempre había sido así: un combate tras otro,
golpes que a menudo no podías esquivar y te mandaban a la lona con
los huesos rotos.
Esta
vez no habría campana para salvarlo.
Pero
aún podía caminar.
Con
pasos lentos y firmes, volvió a la autopista.
©Nitrofoska
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